¿Dónde estabas cuando pasó el terremoto de Northridge? Si viviste aquí en los años 90, el momento probablemente esté grabado en tu cerebro, un punto de inflexión colectivo encajado entre la absolución de los agentes de policía que golpearon a Rodney King y el juicio por asesinato de OJ Simpson.
Es muy probable que estuvieras dormido. Ocurrió a las 4:31 de la mañana al final de un fin de semana festivo de tres días. El temblor, de 6.7 grados, duró sólo unos 20 segundos. Pero en un momento, todo cambió.
Los angelinos se despertaron con estantes derribados, techos derrumbados, incendios, tuberías rotas y fugas de gas. Más de 90 hospitales tuvieron que ser evacuados. Miles de personas se quedaron sin agua y electricidad y unas 25,000 viviendas fueron destruidas. Al menos 60 personas murieron y más de 1,800 personas resultaron heridas.
El terremoto también destrozó el sistema de transporte de Los Ángeles, dejando cuatro autopistas principales gravemente dañadas:
I-5, la ruta crucial norte-sur que conecta Los Ángeles y el Valle de San Fernando con las comunidades al norte de las Montañas San Gabriel, fue una de ellas. El paso elevado de Gavin Canyon se dividió, lo que cortó un punto de acceso crítico a Santa Clarita.
SR-14, o Antelope Valley Freeway, que une Los Ángeles con Santa Clarita, Palmdale y Lancaster también sufrió daños. Un paso elevado se derrumbó sobre la autopista en Newhall Pass, que conectaba la I-5 con la SR-14 (esto también sucedió después del terremoto de Sylmar).
SR-118, la autopista Simi Valley que conecta los condados de Los Ángeles y Ventura, sufrió graves daños en los puentes de Gothic Avenue y Bull Creek, dejándola fuera de uso.
I-10, la autopista más transitada del país –que en ese entonces transportaba a más de 300,000 personas por día– se derrumbó en los puentes de La Cienega Boulevard/Venice Boulevard y Washington Boulevard/Fairfax Ave.
Después de que el polvo se asentó y las réplicas disminuyeron, los angelinos tuvieron que hacerse una pregunta enorme y apremiante: ¿Cómo nos vamos a trasladar?
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El miedo al ‘Gran Terremoto’ (The Big One) se cernía sobre Los Ángeles desde hacía mucho tiempo. El terremoto de Long Beach de 1933 destruyó decenas de escuelas y mató a 120 personas. El terremoto de Sylmar de 1971 provocó deslizamientos de tierra, dañó hospitales y derribó dos importantes cruces de autopistas. Pero el terremoto de Northridge fue el más destructivo y costoso. Algunos dijeron que tuvimos suerte de que el terremoto se produjera en un día festivo federal. Sin embargo, al día siguiente, millones de personas tenían que ir a trabajar.
Con cuatro autopistas principales desaparecidas de manera repentina, el tránsito pasó a ser el centro de atención ya. Si la gente no puede trasladarse, la economía colapsaría. En ese momento, Los Angeles Times afirmó que el cierre le costó a la economía 1 millón de dólares al día.
Los autobuses, los componentes más flexibles del sistema de transporte público, estuvieron entre los primeros en responder. Todas menos una de nuestras líneas de autobuses funcionaron el día del terremoto. En tres días apuntalamos las rutas existentes de este a oeste (como la 2, 4, 20-320, 439 y 454) para brindar alternativas a la inutilizable I-10 y trazamos más de 100 desvíos de autobuses. También lanzamos cinco nuevas líneas de autobús: 634 (Westside Special), 640 (Burbank-Glendale-Pasadena), 641 (Burbank-Wartner Center Special Express), 642 (Burbank-East Pasadena Special Express, que era operada por Foothill. Transit) y 644 (West Los Angeles Park and Ride, que lanzamos junto con LADOT). Esto sin incluir decenas de líneas de autobuses y desvíos gestionados por otras agencias municipales de transporte… 16 en total.
¿Qué otra parte de la infraestructura de transporte de Los Ángeles tampoco resultó dañada? ¡Las líneas ferroviarias!
Metro Rail todavía estaba en sus primeros pasos: la línea Azul tenía tres años y la línea Roja, que entonces era solo un segmento de 1.8 millas, que iba desde Union Station hasta MacArthur Park, ni siquiera había cumplido su primer año. Sin embargo, apenas seis horas después del terremoto, la línea Azul volvió a funcionar y la línea Roja volvió a operar al día siguiente. Esto fue algo grande: la sola idea de construir un subterráneo en una zona sísmicamente activa había alterado los nervios culturales (incluso para la opinión de Hollywood, basta con ver Volcano [1997]). No obstante, el terremoto demostró que estar bajo tierra era uno de los lugares más seguros en los que se podía estar. Ningún tren circulaba cuando comenzó el temblor (porque era muy temprano), pero los túneles ovalados reforzados se mantuvieron firmes mientras la tierra absorbía el impacto. De hecho, esa mañana había algunos trabajadores en los túneles, construyendo la extensión de la línea Roja hacia North Hollywood. Pero como estaban a más de 30 metros bajo el nivel del mar, apenas registraron el impacto.
De todas las agencias de tránsito de la región, Metrolink —que en ese momento era una red de trenes interurbanos de cuatro líneas que aún no había cumplido dos años— puede que haya tenido la cruz más grande que cargar. Metrolink tomó el relevo en las zonas más remotas y áreas montañosas del condado de Los Ángeles que no tenían muchos caminos alternativos o desvíos; en otras palabras, los lugares donde el ferrocarril se convertiría en un salvavidas. Tres días después del terremoto, Metrolink agregó vagones adicionales a su línea Santa Clarita Valley (ahora conocida como la línea Antelope Valley), que en aquel entonces terminaba en Santa Clarita. Pero la agencia no se detuvo ahí. Con la ayuda de una subvención de emergencia de FEMA, Metrolink extendió esa línea ferroviaria otras 50 (!) millas utilizando las vías de carga existentes del Pacífico Sur para llegar a los viajeros varados en Palmdale y Lancaster. Metrolink también agregó paradas de emergencia a lo largo de su línea Moorpark (ahora línea del condado de Ventura), extendiéndola hacia el suroeste para llegar hasta Camarillo.
En resumen, a pesar del considerable tráfico y de los titulares apocalípticos —como este “Los viajeros se enfrentarán a una pesadilla durante meses”— el transporte público demostró ser resistente.
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Cuando se produjo el terremoto, los escritores se apresuraron a mencionar el tránsito como un destello de esperanza. Quizás el desastre alentaría a la gente a descubrir los beneficios del transporte público y, posteriormente, cambiaría sus patrones de viaje. El escritor y coordinador Sam Hall Kaplan, que escribe para Los Angeles Times, se preguntó si el terremoto podría “desanimarnos de la construcción de autopistas costosas que destruyen las comunidades y hacernos utilizar nuestras rutas de superficie de manera más eficiente para una feliz combinación del transporte público y privado”. “El consejo editorial de Los Angeles Times sintió lo mismo. “Si esta experiencia logra que un número suficiente de personas dejen sus automóviles y viajen al trabajo en autobús o tren, este terremoto puede ayudar a que Los Ángeles se encamine hacia un sistema de tránsito del siglo XXI más eficiente y mucho menos vulnerable”.
En realidad, el aumento del número de pasajeros fue desigual. La línea Azul (ahora línea A) experimentó una disminución en el número de pasajeros en los días posteriores al desastre, pero se recuperó a los niveles anteriores al terremoto el 26 de enero. Mientras tanto, el número de pasajeros de la línea Roja (ahora línea B) aumentó en un 12.5%, gracias en parte a los traslados en Union Station por la afluencia de nuevos usuarios de Metrolink.
El número de pasajeros de Metrolink experimentó los cambios más dramáticos, pasando de casi 6,000 abordajes diarios antes del terremoto a un récord de 31,376 en la semana posterior al terremoto. Gran parte de esto fue impulsado por la línea Santa Clarita, que vio cómo sus embarques diarios aumentaron de alrededor 1,000 a un máximo de 22,000 el 25 de enero. Esto disminuyó gradualmente: a fines de junio, el número de pasajeros de la línea Santa Clarita se redujo a 4,000 embarques por día. Aún así, esta cifra fue cuatro veces mayor que la registrada antes del terremoto.
Después del terremoto, políticos y periodistas profetizaron que los autobuses serían las “válvulas de seguridad” para miles de personas afectadas por el cierre de autopistas. Esto no funcionó del todo. El número de pasajeros en autobús disminuyó inmediatamente después del terremoto, pero se recuperó a los niveles previos al terremoto después de casi una semana. (Parte de esto tuvo que ver con los cierres de escuelas de emergencia en todo el Valle de San Fernando, que mantuvieron a más personas en casa). Las líneas este-oeste (así como las líneas de emergencia) experimentaron aumentos modestos en febrero y principios de marzo. Pero en general, el número de usuarios de autobuses no alcanzó las cifras que esperaban los expertos. A finales de marzo, sólo dos de nuestras líneas de autobuses de emergencia seguían funcionando, según explicó un informe interno, “debido a un aumento de patrocinio menor al previsto”.
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Durante los meses siguientes, se repararon las autopistas.
El 20 de febrero, se completó un desvío en la SR-118, de modo que ambos carriles anteriores en dirección oeste pudieran acomodar ambas direcciones de tráfico. La autopista fue completamente reparada en septiembre.
El 12 de abril de 1994, la I-10 reabrió sus puertas, casi dos meses y medio antes de lo previsto.
Del 17 al 18 de mayo, se inauguró la línea principal I-5 en Gavin Canyon.
El 8 de julio, el intercambio de Newhall Pass reabrió parcialmente, restaurando las conexiones entre la I-5 y la SR-14. Se completó en 1995.
A medida que se reabrieron las autopistas, el número de pasajeros en transporte público disminuyó. De hecho, la única línea de transporte que retuvo a los usuarios a largo plazo fue la línea Santa Clarita, aunque a un nivel mucho más bajo que su pico. Dado el entusiasmo con el que los angelinos volvieron a conducir, cabe preguntarse cuál será el legado del terremoto para el transporte público. ¿Fue realmente un voto de confianza?
Yo diría que sí. Este es el por qué.
En primer lugar, demostró que el tránsito es seguro. Las autopistas se doblaron, los puentes colapsaron pero las líneas ferroviarias —en su mayor parte— salieron ilesas. Y nos dejó una conclusión duradera: cuando estás bajo tierra, los edificios que se balancean y los objetos que caen no son un problema. Incluso si muchos viajeros volvieron a conducir, el terremoto infundió confianza en nuestro sistema.
El terremoto hizo que diferentes agencias hablaran entre sí. Ya contábamos con comités para facilitar el diálogo con otras agencias municipales de autobuses pero el terremoto impulsó grupos de trabajo adicionales para manejar los servicios de socorro y la divulgación pública. Esto también se sintió entre los viajeros. A los pocos días del terremoto, vimos artículos publicados llenos de consejos y trucos para los “novatos” que, impulsados por el terremoto, iban a usar el sistema de autobuses por primera vez. Muchos de nosotros decidimos volver a conducir, pero el mensaje fue de solidaridad, de que estábamos todos juntos en esto.
El desastre también obligó a los angelinos a volverse más resistentes, generando que encuentren nuevas formas de evitar se alcanzados por lo que ocurría. Un servicio local de viajes compartidos vio cómo las llamadas se multiplicaron por seis en los días posteriores al terremoto. Y décadas antes de que la pandemia convirtiera el trabajo remoto en algo común, el movimiento sísmico puso el teletrabajo sobre la mesa (el gobernador incluso inició una asociación de teletrabajo de emergencia que proporcionó información a las empresas, así como equipos y software donados por gigantes tecnológicos de los años 90 como IBM, Intel y AT&T). Si bien las encuestas de entrevistas domiciliarias, realizadas meses después del terremoto, sugirieron que el uso compartido de vehículos no aumentó notablemente, el terremoto alimentó conversaciones sobre horarios de trabajo flexibles, desplazamientos escalonados y trabajo híbrido.
Por último, el terremoto sentó las bases para futuras mejoras del transporte. Ya mencioné la extensión de emergencia de la línea Santa Clarita hacia el norte hasta Palmdale y Lancaster. Esto ya estaba en obras, ¡pero el terremoto aceleró el proyecto 10 años! En 1994, recibimos una subvención de $19 millones de la Comisión de Transporte de California para construir carriles para viajes compartidos. Sin embargo, creo que lo más duradero es que el terremoto es significativo por el impacto que no tuvo en el transporte. En los informes que surgieron tras el terremoto, los funcionarios revisaron los datos sobre el número de usuarios, se miraron en el espejo y se hicieron las preguntas difíciles: ¿Por qué los aumentos en el número de usuarios de autobuses fueron mucho menores que los de los trenes de cercanías? ¿Por qué el servicio de autobuses salió perdiendo cuando compitió con el tren de cercanías? ¿Por qué tanta gente volvió a conducir? Las respuestas sentaron las bases para futuros programas diseñados para hacer que el transporte público sea más atractivo, como servicios de transporte proporcionados por los empleadores, programas de incentivos ecológicos, HOV y carriles prioritarios para autobuses.
Hoy, en el 30º aniversario del terremoto, la conmoción se ha disipado, pero la sombra del terremoto todavía está en nuestras mentes. Es por eso que hemos instalado tecnología de alerta temprana de última generación en todas nuestras instalaciones de autobuses y ferrocarriles que puede avisarnos con hasta 60 segundos de antelación antes de un terremoto. Es por eso que hemos creado un equipo interno de evaluación de daños para que podamos verificar de manera proactiva la integridad de nuestros edificios y túneles sin tener esperar a que otros lo hagan por nosotros. Y es por eso que hemos desarrollado guías de preparación para emergencias para asegurarnos de que en caso de emergencia nuestro personal tenga todo lo que necesita —ya que también somos considerados trabajadores del servicio ante desastres. Nunca sabremos si el ‘Big One’ (el gran terremoto) llegará o cuándo, pero Northridge nos ha enseñado que lo peor se puede mitigar con trabajo en equipo, innovación y planificación.